Me daba un poco de miedo admitir lo que sucedía. Me gustaba, más que eso, encendía en mí un fuego incesable, el cual me terminaba alcanzando a cada hora del día, en donde fuera, estuviera con quien estuviera. Pero sabía que no era más que una locura, es decir, llevaba 6 años de relación con la persona que más había amado en la vida, con quien había crecido de adentro hacia afuera, no podía decir que en mi relación yo careciera de algo; peleábamos como lo hacen las parejas, nos arreglábamos con respeto, ¿entonces qué hacía mordiéndome los labios cada que pensaba en otra persona? Me provocaba una culpa tremenda porque sabía que mi pareja y yo iniciamos bajo la exclusividad, pero conforme avanzó el tiempo resultó imposible la idea de sentir atracción únicamente por una persona toda mi vida.
Aquella mañana me llovieron preguntas: ¿Qué pasaría si dejo de huir de esta fantasía en mi cabeza?, ¿Qué pasaría si le dijera a mi pareja lo que estaba sucediendo?, ¿Qué pasaría si dejaba que aquella persona que deseaba se me acercara? Me tocaba decidir; no quería engañar a la persona que amaba, pero tampoco quería traicionarme a mí rechazando lo que mi cuerpo deseaba.
A Amelia la conocí porque teníamos un grupo de amigas en común. Era el cumpleaños de mi mejor amiga, estábamos en un bar oscuro, luces de colores, música a todo volumen, se acercó a saludarme, sentí su respiración en mi oído al decirme “Hola, soy Amelia, mucho gusto” y fue extraño; había convivido con mujeres toda mi vida, había sentido nervios por estar cerca de hombres toda mi vida cuando de pronto ella había provocado que a mi saliva le costara atravesar mi garganta, que mis ojos la siguieran toda la noche y para mi sorpresa, que los de ella también me siguieran. Hubo un momento en la noche en el que bailamos demasiado cerca, en ese momento yo me encontraba flotando en medio de la multitud. Fue una llamada de Samuel, mi prometido, lo que me hizo aterrizar en mi realidad… Había llegado por mí, me despedí de ella con un beso que sin querer, pero queriendo, terminó con un beso que involucró la mitad de nuestras bocas de manera accidental.
No fue la última vez que nos vimos, tuvimos un año lleno de fiestas, reuniones, comidas, cenas, vino tinto, cerveza, miradas que decían todo, bocas que callaban, corazones que se aceleraban, pieles que se enchinaban. Un buen día quedamos para almorzar a solas. Después de tres horas charlando, de desayuno continental, café americano, carcajadas, anécdotas y secretos, su expresión facial se tornó seria, su mirada atravesó mis ojos, se clavó en mis entrañas y dijo lo que yo quería gritar: “Me gustas, he pensado en ti todo este año, en las veces en las que nuestras manos rozan cuando bailamos, en tu cuerpo,te deseo, María”, me paralice y a la vez quería cruzar la mesa para decirle que sentía lo mismo, - En seis meses es mi boda, Amelia -, le respondí conteniendo mis ganas de hacer todo lo prohibido. Quería besarla, tocarla, dejar que ella hiciera conmigo lo que quisiera. - Lo sé, solo no podía guardarlo conmigo un día más y sé que sientes lo mismo, pero no te voy a presionar, solo quiero que lo sepas -, señaló. Nos despedimos sin decir mucho, todo estaba dicho, sólo quedaba aguardar… ¿Podríamos olvidarlo?
Samuel había salido de la ciudad a un congreso, tenía toda la noche para pensar en lo que sucedía, contemplar soluciones: Amaba a Samuel, pero deseaba a Amelia, ¿Era posible sentir ambas cosas y que estuviera bien? Yo lo sentía más que bien, sentía que me elevaba, entonces, ¿por qué a la vez se sentía tan mal? Sin solución a mis males, ni deseos, ni compromisos, decidí recostarme en la cama, cerrar los ojos y explorar aquello a lo que le había huido… La fantasía de estar con Amelia, deshacer la cama, dejar que sus manos recorrieran mi piel, que me besara la espalda, que me susurrara que le gustaba mi cuerpo. Dirigí mis dedos a mi cuello, a mis pezones, a mi abdomen, hacia abajo y más abajo.
¿Cómo se vería el cuerpo de ella desnudo sobre mi cama? -, me pregunté. Era innegable la excitación que me provocaba imaginarla conmigo.
Pero de pronto, Samuel invadió mi cabeza, y lo gozaba. Dicen que en la cama hay lugar para dos, pero, ¿y si quisiera espacio para tres? Dicen que no puedes tener ambas cosas, pero en mi cabeza funcionaba; los besaba y los disfrutaba; me besaban y me disfrutaban; nos tocábamos y nos gozábamos; nos besábamos y nos encontrábamos en un mundo en donde las reglas no existían, en donde el deseo no se peleaba con el amor, en donde todo se fusiona y la fantasía es mejor que la realidad porque nadie tenía que ceder por complacer, sino por placer. Seguí tocándome, pensando en que quizá allá afuera no podía comer el plato completo, pero ahí, conmigo, podía tener lo que fuera, hacer lo que fuera, y gozarlo. Si en la realidad no podía tenerlo, al menos en mi cabeza podría.
Samuel volvió a la mañana siguiente, yo aún tenía la visualización de mi cuerpo con el de Amelia y con el de él. Lo escuché hablar de su trabajo mientras yo solo lograba pensar en querer estar una vez más, tocándome con aquello que no podía confesar. Quizá no sería ese día, pero sabía que tarde o temprano los pensamientos volverían, que en mi soledad yo me acompañaría bastante bien con mis fantasías.
Tardó menos de lo que esperaba, dos semanas después de que Amelia me confesara su deseo… llamó. Me pidió disculpas por haberme dicho aquello sin pensar en las consecuencias que podría sufrir nuestra amistad. - Dijiste que estabas comprometida, pero no negaste sentir lo mismo -, dijo de pronto; me quedé sin palabras por unos segundos, - Porque no quiero perder tu amistad -, respondí, - ¿Samuel está en casa? ¿Puedo ir a verte? -, - Sí, aquí está, puedes venir -, mientras decía eso, mi corazón se aceleraba, sabía que era territorio peligroso, pero aun así quería correr el riesgo, ella aceptó.
Después de un año tratando de ponerle nombre a lo que me sucedía, tenía que aceptarlo: Me gustaba ella, la deseaba pero por otro lado, amaba y deseaba a Samuel. Al colgar el teléfono, todo tuvo más claridad… Quizá no tenía que hacer nada, solo dejarlo suceder, quizá sólo tomaría una noche entre los tres para darnos cuenta que, en la cama, siempre caben tres.